Ciudad no está preparada para algo
así. Y no es que Ciudad peque de blanda. En Ciudad los asesinos hacen horas
extra para que cada mañana, mientras desayunas, cuando extiendes sobre la
tostada la mermelada de fresa, el locutor de la radio te cuente los crímenes
cometidos, te hable de los cuchillos que han rajado gargantas y de las balas
que han reventado pechos. Aún no has pisado la calle cuando, en Ciudad, los
ladrones ya ocupan sus despachos y han ordenado que tu sueldo baje, tus
impuestos suban y el pan, la leche y el tocino sean más caros, escasos y
difíciles de encontrar. No, no es el problema de Ciudad la dureza. Y, sin
embargo, sigo pensando que no está preparada para algo así. Aunque pueda
soportar que los mendigos mueran en la calle ateridos de frío, que los niños
flacos pidan en los semáforos a cambio de unas pocas monedas para que sus
mayores no los maten a palos, que las bandas juveniles jueguen a ser
traficantes y se maten en las esquinas por un palmo de terreno o que las putas vendan
su carne a cambio de un plato que poner sobre la mesa. Ni siquiera.
El problema de Ciudad son los perros,
flacos y apaleados, perros que, desde los barrios más miserables, desde
verdaderos agujeros de inmundicia, han comenzado a aullar cada noche y, pronto,
nada ni nadie los podrá parar.